
Sin embargo, vale decir, que nada es así de simplón en el universo planteado por Luis Hernández. De un lado, porque para entender algunas coordenadas de un extenso título como Una impecable soledad, es muy útil conocer que si a un tipo de soledad se refieren allí es a ésta: la solitud o soledad elegida, deseada la cual es la soledad creadora y de los creadores. O si desea la que todo ser humano hace uso, por ejemplo, al oír su música favorita, al leer plácidamente en un rincón o al apartarse del resto de personas y buscar un espacio para concentrarse y desarrollar sus anhelos más secretos. Ahí pues que Hernández escribiera en múltiples sectores de dicho título sobre la: «soledad que no mata, la soledad que no aísla, la soledad que no entristece, la pequeña música nocturna». De otro lado, es también relevante acercar al lector informaciones producto de la investigación y no de la mera especulación respecto a las intenciones que pudo tener Hernández al ejecutar algunos trazos. Mas tratándose de un título tan comentado –y hasta manoseado- como Una impecable soledad del cual podemos hallar equívocos y sencionalistas elucubraciones como las planteadas en las siguientes líneas:
Preguntémonos por qué la dedicatoria (“A Juan Ojeda / a quien no conocí”) tendría relación no sólo con la poética del autor de Elogio de los navegantes, sino con una circunstancia funesta: la muerte del poeta. Se ha dicho que se trató de un accidente (atropellado por un automóvil), pero sabemos que las muertes no aclaradas del todo esconden sus detalles. Y sus simetrías, teniendo en cuenta la forma en que suicidó Hernández en Santos Lugares (Buenos Aires), arrojándose a la vía férrea.
Ojeda muere en 1975 y el cuaderno de Hernández “empieza” en 1975. Una de las líneas interpretativas de Una impecable soledad (no estrictamente literaria) consistiría en la resonancia de esa muerte en Hernández, quien a su vez baraja ya una posible despedida.
«Era un grupo grande los que nos juntábamos. Era como si fuéramos varias tribus de distintas partes de la ciudad que habían hecho amistad e intercambiaban experiencias», dice Omar Aramayo, quien, sin ser un Gran Jefe, tenía el poder de congregar en su casa a pintores poetas, músicos y actores. Hasta allí algunas noches llegaba el filosófico Juan Ojeda, ese otro navegante en la poesía del Perú.
—Juan Ojeda veía a reunirse con nosotros tanto como lo hacía Lucho —cuenta Omar Aramayo—, pero siempre en horarios distintos. Entonces los amigos decían cómo estos dos grandes no pueden estar juntos alguna vez, pues a Juan nosotros le contábamos de Hernández y viceversa. Ambos parecían interesados en conocerse. Organizamos una reunión, pero el día de la cita uno de ellos se retrasó y no pudieron verse.
Aramayo intentó reunir otras veces más a Juan Ojeda y a Luis Hernández, pero cada vez que le decían a LH: «Hoy va a venir Ojeda, quédate por aquí», Ojeda tenía algún contratiempo y no llegaba. Y, nuevamente, cuando Ojeda estaba en casa de Aramayo esperando a Hernández, LH no aparecía o llegaba tarde. Los filosóficos vates que admiraban «le durè» jamás lograron encontrarse ni a llevar a cabo su ansiada conversación. Esto, años luego, motivó la famosa dedicatoria de LH: «a Juan Ojeda, a quien no conocí».
Rafael Romero Tassara. Jaime Campodónico / Editor. 2008

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